México atraviesa por crisis profundas que se han filtrado en distintas áreas de la sociedad. Se han infiltrado en la política, en la economía, en la educación… y no sólo eso, se han infiltrado en nuestros hogares. Este mal pareciera ser un conjunto de epidemias que me gustaría decir que llegaron y se irán pronto. Pero no, estos males han estado presentes por mucho tiempo y por eso es más difícil arrancarlo de raíz.
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Todo empieza con la epidemia del relativismo que nos hace olvidar la dignidad de la persona. Nos hemos olvidado que cada persona vale y que cada persona cuenta. Que cada ser humano desde el momento de su concepción hasta su muerte natural es y será único e irrepetible, dotado de inteligencia, voluntad y con una capacidad de crear, de compartir y de trascender. Lamentablemente nos hemos empeñado en etiquetar, según su nivel socio-económico, según su tono de piel, según su preparación o su cargo. Nos hemos empeñado en clasificar a tal grado que nos sentimos con la capacidad de decidir quien vive y quien muere según los días o semanas de su concepción… y no falta mucho para hacer lo mismo con quienes ya no “nos son útiles y son demasiado viejos”.
Después pasamos a la epidemia del egoísmo que nos hace olvidar la importancia que tiene la célula básica de la sociedad, la familia. Nos hemos olvidado que es en la familia donde la vida inicia y donde el amor nunca termina. Nos hemos olvidado que es el espacio donde se detona la cooperación, la confianza, y donde se transmiten los valores de una sociedad. Lamentablemente nos hemos empeñado en alimentar el amor a “uno mismo” olvidando la trascendencia que tiene el “darse a los demás”. Nos hemos empeñado en transformar al matrimonio en un capricho personal, a la bendición de los hijos en un “producto” para alimentar nuestro ego o como una barrera para nuestro propio desarrollo… hoy importa el “yo” y no el “nosotros” y así la sociedad empieza a perecer.
Posteriormente pasamos a la epidemia de la indiferencia que nos impide ver o reconocer la gravedad de la desigualdad social y de la cultura del descarte. Nos hemos olvidado que una verdadera comunidad genera mejores condiciones para que cada persona pueda alcanzar una vida digna. Lamentablemente hemos decidido no ver las grandes injusticias sociales que implica que haya personas que no tienen que comer, que vestir o que no tienen un techo para ellos y sus familias. O peor aún, hay quienes se aprovechan de estas tragedias humanas para alimentar su ego o sus posiciones políticas con acciones superficiales que no atienden la realidad de los problemas.
Después, no falta en llegar la epidemia del materialismo que nos hace olvidar que el dinero es medio y no un fin. Que una economía ética es aquella que es social y no la que alimenta los intereses de unos cuantos. Pensar en una economía justa es pensar que cada persona pueda salir adelante y por sí misma sin hacerla esclava de dadivas sociales, con mejores oportunidades, con salarios dignos y trabajos decentes. Una economía ética no genera elites descaradas y víctimas resentidas, genera empresarios socialmente responsables y trabajadores comprometidos.
En México, por si fuera poco, nos han consumido otras epidemias, la del victimismo y la del resentimiento. Hemos renunciado e incluso hemos rechazado las raíces de nuestra identidad nacional: nuestro origen indígena, nuestra esencia hispana y nuestra religiosidad. Lamentablemente hemos olvidado nuestros orígenes indígenas y cuando hay corrientes que intentan recuperarla, lo hacen desde el resentimiento, atropellando nuestro origen hispano y religioso. Este resentimiento ha visto con malos ojos lo que viene de países extranjeros y lo que viene de la Iglesia, construyendo un falso nacionalismo y un anti-clericalismo que censura.
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Es cierto, tenemos muchas epidemias que se han infiltrado en toda la sociedad mexicana, pero como toda epidemia puede ser ataca y puede ser vencida. La solución no debe buscarse afuera, está en nuestras raíces y nuestros valores. Es por eso que necesitamos una nuevo movimiento que impulse una nueva política y una nueva ciudadanía y que con inteligencia, con visión y con audacia dignifique y conserve nuestros valores nacionales, nuestros valores como mexicanos. Necesitamos un nuevo movimiento conservador en México.
Un movimiento conservador debe tener raíces claras y principios sólidos, y aún más importante, requiere de líderes que los hagan vida.
Un movimiento conservador debe re-dignificar la vocación del servicio y del bien común a través del diálogo abierto y el encuentro con la gente.
Un nuevo movimiento conservador debe marcar un rumbo de futuro, proponiendo acciones concretas que atiendan los problemas reales. Un movimiento conservador debe dignificar a la sociedad mexicana.
Este movimiento conservador, esta nueva política y nueva ciudadanía requiere de cada de nosotros. Desde los espacios de elección popular, pero también desde nuestros hogares, desde nuestros trabajos, desde nuestras colonias. Siendo estudiante, siendo padre y madre de familia, siendo miembro de un sindicato, de una asociación, de un grupo religioso. Este movimiento requiere de todos.
Cuentan conmigo, con Elsa Méndez, una mujer, una madre, una esposa, una empresaria y una mexicana que está lista para seguir trabajando y construyendo un mejor país y una mejor sociedad.
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