Es lo máximo que todo pueda ser bueno o malo dependiendo de cada quién, ¿o no?
Es difícil negar que estamos viviendo una gran era de la humanidad, colmada de promesas de desarrollo técnico… y a veces también humano. Los avances científicos incluyen haber encontrado la cura para enfermedades que antaño eran ineludiblemente mortales, la conquista –y reconquista– del transporte aéreo supersónico, el desarrollo de las energías limpias, y hasta banalidades –muy cómodas– como el diseño de vehículos de conducción autónoma, a la par de muchos etcéteras más. Parece entonces que los seres humanos lo estamos haciendo muy bien.
Frente a los avances de la ciencia y la sociedad en algunos planos, también encontramos que nuestra época se encuentra caracterizada, entre muchas otras cosas, por un arraigado enaltecimiento de las emociones, el culto a los ídolos del momento, la devoción por lo instantáneo y, particularmente, un acentuado desinterés por la verdad –un concepto que, para Aristóteles y muchos otros pensadores, constituye la adecuación del intelecto con la realidad–.
Una cultura relativista
En ese sentido, nuestro entorno se está volviendo relativista, cada vez más, pues se ha resignado a definir la realidad desde el intelecto de quien la percibe, y no desde la verdadera naturaleza de las cosas. Este rasgo notoriamente individualista, tan propio de la posmodernidad, puede observarse en cada uno de los ámbitos de la vida cotidiana –en la política, la impartición de justicia y la educación, por mencionar algunos– y se ha instalado ahí sin que nos hayamos detenido a pensar si efectivamente nos conviene ser relativistas, es decir, si es válido ser indiferentes respecto de la objetividad de la realidad e imponer sobre ella lo que pensamos, creemos u opinamos que es.
Para el relativismo, resultan más importantes la eficacia en la toma de las decisiones –que opta por lo pragmático frente a lo trascendente–, la percepción individual de la realidad –muchas veces errada–, y las preferencias personales –siempre caprichosas–, que la invariabilidad de la esencia de las cosas. La aparente comodidad que brinda el relativismo lo hace muy atractivo, porque supone evitar las molestias que provoca la contradicción entre lo que realmente son las cosas y lo que se piensa que son o se quiere que éstas sean.
En pocas palabras, se trata de un relativismo friendly que provee la satisfacción pasajera de imponer el criterio personal sobre la realidad, el bien y hasta la justicia, pero que se desvía de la verdad y conduce invariablemente, cuando menos, al autoengaño, porque nos hace cambiar lo verdadero por lo aquello que no lo es.
Una realidad a la medida
Por todo ello, el relativismo termina asumiendo la posibilidad de construir la realidad según la decisión individual y que la perspectiva personal dicte cómo es el mundo que la rodea. Esta postura, que se vuelve una forma de vida, desplaza a la verdad y lleva a expresar lo que se cree, piensa u opina que son las cosas –o lo que quiere que sean–, pero no lo que realmente son. Así se podrían encontrar casos en los que, por ejemplo, se niegue la dignidad a un ser humano, pero se afirme la racionalidad de un primate, o bien, una persona alegue tener la naturaleza de un delfín –¡que nadie se atreva a impedirlo! –, negando simultáneamente que realmente es un ser humano. Los ejemplos, como puede intuirse, son infinitos, y muchos de los imaginables son, lastimosamente, reales.
Asumir el relativismo implica que cada quién puede tener “su verdad”, por lo que lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto y, claro está, lo que son las cosas, dependen de la opinión, el criterio o el gusto individual. En un ambiente como ese, afirmar la verdad como absoluta es incómodo para el relativismo, pues éste rechaza que el intelecto se adecue con la realidad.
La elección del relativismo friendly es sumamente tentadora: ilusiona con permitir que las cosas sean lo que cada quien quiera que sean o piensa que son, mas no lo que realmente son. Ante el riesgo que implica la elección de lo que se ofrece como conveniente, pero que quizá no lo sea tanto, es necesario cuestionarnos si hay algo más allá del relativismo como postura ante la verdad y forma de vida, así como preguntarnos cuáles son los peligros ocultos para la sociedad en el fondo de la seducción del relativismo.
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