Deberíamos leer lo mejor que se ha escrito sobre Cristóbal Colón, y así quizá nos tomaríamos en serio la postura de Edmundo O' Gorman sobre la Invención de América. Sorprende que no lo hagamos, no sólo porque el mayor de los historiadores del siglo XX mexicano tenía razón, sino por que se trata de una hipótesis que nos permitiría dejar de lado debates estériles (como aquel de celebrar o conmemorar o el -peor- de estatua o no estatua).
Invenire no significa, como suele creerse, "crear de la nada, ex nihilo" sino todo lo contrario: es el equivalente latino del griego apocalipsis: "separar, alejar, correr el velo; buscar y, sobre todo, encontrar algo preexistente". Colón descubrió un Nuevo Mundo, pero además nos reveló la existencia del otro ser humano occidental: los que habríamos de ser llamados americanos hallamos a los europeos, y viceversa. Éramos inclasificables: ni asiáticos, ni númidas, ni cartagineses, ni hunos o mongoles: habitantes del planeta con que el capitán se topó al buscar una ruta hacia las verdaderas Indias, tenedores del Orbe Indiano, según reza la feliz traducción de la First America de David Brading.
Los cuatro viajes de Colón a América, navegando siempre más al Sur, dan fe de la búsqueda constante de un paso hacia Cipango, Catay y la India. Según O' Gorman, el experto en lectura de estrellas topó con una Indochina miles de leguas menos distante de Europa que la auténtica. La dio por Vinlandia (al menos eso sostuvo Alejo Carpentier en su inmensa novela El arpa y la sombra) y siguió convencido de que hallaría el paso hacia el Mar del Sur.
Sin triunfalismos, pero también sin execraciones, hemos de reconocer que el italiano errante nos hizo parte de Occidente. Es cierto que la Madre Patria, la actual España -que no existía en el siglo XV- ha terminado por asumir como válida la leyenda negra contra sí misma y nos mira más como fracasos que como hijos presumibles (¿cuántos cuadros de arte virreinal exhibe el Museo del Prado?, ¿cuántas veces se han interpretado las óperas de Manuel de Zumaya en el teatre del Liceu?, ¿cuántas lecturas del Siglo de Oro se organizan incluyendo a Sor Juana y a Ruiz de Alarcón?), pero ello no es culpa de los Reyes Católicos, ni de Colon (tampoco de Cortés, pero eso es otra historia). Son pecados del tiempo y no de España, diría Manuel José Quintana en pleno siglo XIX. Y del tiempo actual, podríamos decir ahora.
Exigir disculpas a un Estado nación que no existía en 1492 -ni en 1521-es olvidarse de que en Diplomacia la existencia de los sujetos de Derecho Internacional cuenta, y cuenta mucho: absurdo sería que Francia o Sicilia solicitaran disculpas a Dinamarca o a Suecia como sucedáneas de los grupos vikingos que las invadieron en tiempos carolingios. Tendría mucho más sentido actual una revisión (aquí sí, bilateral y sucesoria) de la Guerra de 1847: justo lo que no va a pasar.
Con los horrores de la Conquista vinieron los aciertos de la común Hispanidad (eso de la “raza”, coincido con el presidente López Obrador, posee un tufillo de los años treinta que a nadie puede sino perturbar). Nada que celebrar, nada que deplorar. Resulta mejor recordar, con Machado, que México es "noble por español y por azteca", sin escatimar participación en ello al inventor de América, al develador del Orbis Tertius.
El silencioso Colón no es el perturbador personaje de Graham Greene: no es, pues, el Quiet American, ni es responsable del “trauma de nuestra Historia" (otra vez O' Gorman). En nosotros, y no en su efigie, está salir de la periferia victimista a la que sólo nuestra ardiente imaginación meridional parece habernos condenado.
Por Rafael Estrada Michel
@rafaelestradam
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