Dado el entusiasmo por el cual atraviesa México por la democracia, a raíz de la reforma electoral, presento la siguiente reflexión que tiene como tesis que México, en realidad, requiere de menos democracia, para la formación de mejores ciudadanos y de un mejor país con un mejor futuro.
En el sentido clásico, la democracia–o poder del pueblo–se consideraba como una aberración del gobierno constitucional o republicano, asimismo, una oligarquía–el gobierno de pocos–también se consideraba como una aberración o degeneración, pero hacia el extremo contrario. De hecho, puede asumirse que los países que se auto perciben como democracias se fundaron en su tiempo como repúblicas o gobiernos constitucionales, o constitucionalistas, en los cuales buscaron alejarse del modelo democrático. Este distanciamiento proviene de las amargas experiencias de la historia, v.g., como cuando la mitad más uno de la corte popular decidió matar a Sócrates, el más grande filósofo de la antigüedad; o como cuando la mayoría de la asamblea ateniense decidió invadir a Sicilia, pero llamaron de regreso a su general provocando su infame derrota durante la Guerra del Peloponeso; o más recientemente cuando los nazis consiguieron la mayoría de los escaños gracias al voto popular. Una y otra vez, se ha observado que no es lo más conveniente dejar que la mitad más uno de personas, en un momento dado, dirija política pública.
Por igual, los padres fundadores de los Estados Unidos de América fijaron límites (balances y contrapesos) no solo en su sistema de gobierno sino en su electorado con la intención de empoderar a ciudadanos sobrios y de buen juicio, permitiendo votar a quienes tengan una mentalidad responsable–no cualquiera; y que los uniformes centros urbanos no incidieran en zonas rurales diversas por medio de un colegio electoral que suprimiera el voto popular directo.
No obstante, la democracia en el siglo XXI es bien vista. Será útil entonces repasar algunas de sus ventajas, por ejemplo, crea un sentido de legitimidad que a través de elegir representantes del pueblo un gobierno se siente soberano; cuenta además con la capacidad de movilizar a masas, gracias a que involucra a todas las clases sociales y estilos de vida, porque es volátil y orgánico, produciendo cambios sociales y propagando ideas que a su vez generan consenso y uniformidad. Sin embargo, en sus fortalezas están igualmente sus debilidades.
Llevada a su máxima expresión, la democracia puede volverse una oclocracia–gobierno de la muchedumbre–derivando en decisiones y gobiernos volátiles, poco consistentes e irresponsables. V.g., México vivió alrededor de setenta años de dictadura monopartidista para votar por un partido opositor y casi en seguida volver a votar por el partido de dictadura; México inclusive se reinventa y retracta cada sexenio con proyectos como la reforma energética, la reforma educativa, el nuevo avión presidencial o el nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, por mencionar algunos. En otras palabras, los gobiernos y ciudadanos se tornan caprichosos y temperamentales.
Otra debilidad de la democracia radica en la cultura popular, debido a que es incluyente, pero, como no todos contamos con las mismas virtudes y capacidades, los estándares y requisitos se reducen para que todos puedan participar. En tiempos no tan lejanos, era común ver a caballeros vestidos de traje, sombrero y zapatos; hoy ricos, pobres, hombres y mujeres visten de playera, mezclilla y zapatos deportivos–no hay distinción. Pareciera que en la democracia la cultura se adelgaza para extenderse a todos. Cosas que antes eran de oligarquías o aristocracias como la ópera, la sinfonía, la música clásica, se cancelan debido a que excluyen a mucha gente; nadie necesita saber de Beethoven ni de Rachmaninoff porque basta escuchar reggaetón o bachata para que todos entiendan. Increíblemente, los maestros mexicanos no están calificados para educar–pues no se les puede evaluar–empero ocupan plazas de maestro, asimismo para que todos los alumnos puedan graduarse, los estándares deberán bajar, y las reglas deberán cambiar para admitir al máximo número de personas.
Vale la pena preguntar, ¿hasta dónde nos lleva esto? Cabe recalcar que no es un tema nuevo, la lucha de los pocos contra los muchos se repite en toda la historia. Las oligarquías suelen querer balances y contrapesos en gobiernos constitucionales los cuales no permitan que un máximo número de personas participe, y a su vez, aquellos que participan no tengan la capacidad instantánea, ni tan influyente, de hacer política. Por el otro lado, los demócratas puros quieren que todos participen sin restricciones. De tal manera, surgen dos fuertes críticas a este último proceso.
Primero, que la democracia no es el gobierno de todos sino de los más pobres. Aristóteles subrayó que, en la democracia la igualdad de oportunidades degeneraba en la igualdad de resultados, en la cual una minoría rica subsidiaba a una mayoría junto con todo el aparato gubernamental; de ahí la importancia de redistribuir los recursos, recaudar impuestos y establecer cuotas.
Segundo, los antidemócratas observaron que, en efecto, las democracias deformaron sistemas anteriores que crearon estabilidad y continuidad, dando a la gente cosas por las cuales no habían luchado: derechos políticos y avances económicos. Vieron que la democracia era peligrosa porque empodera a personas promedio sin educación adecuada, ni estándares de comportamiento. V.g., se pensaba que el acceso a la tecnología e internet mejoraría la educación, sin embargo, los niveles educativos de México siguen por debajo del promedio. Por añadidura, la ausencia de requisitos con los bienes capitalistas trajo consigo lo que los romanos llamaron lujo y licencia.
En conclusión, una vez que la mayoría decide radicalizarse involucrando a más personas en la política, la minoría que financiaba ese sistema opta por marcharse a un sistema menos taxativo, como ha ocurrido en la Venezuela socialista o recientemente en la California demócrata. ¿Cómo extendemos este experimento democrático en México? Sí, que sea inclusivo, empero, que preserve suficiente jerarquía para que inspire a los ciudadanos a ascender en virtud y capacidad, no en descender en impredecibles y peligrosas turbas políticas, con una cultura infame.
Por Flavio Díaz Mirón Rodríguez
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